Homo homini lupus: el hombre es un lobo para el hombre. Con esta expresión latina definió Hobbes la naturaleza humana, entendiendo que el hombre "natural", sin el freno de las normas sociales, sería un ser egoísta y brutal y su existencia se basaría en la fuerza, la lucha y la violencia. Aunque existen distintas opiniones al respecto, lo cierto es que vivimos inmersos en la violencia y basta con hojear los periódicos para confirmar esa predisposición innata del ser humano.
El análisis de la agresividad se realiza actualmente desde un punto de vista multidisciplinario, en el que psicólogos, etólogos y neurobiólogos tienen mucho que decir. Así, en general, se acepta que toda conducta violenta debe considerarse como un suceso bío-psico-sociocultural, con una u otra proporción en la mezcla de estos ingredientes.
Entre ellos, es el factor biológico, objeto de estudio de las neurociencias en las últimas décadas, el menos conocido y el que mayores interrogantes plantea a los científicos en su afán por explicar las conductas violentas. A pesar de que los experimentos con seres humanos no alcanzan en cantidad a los realizados con especies de laboratorio, como ratones o simios, la ciencia actual está en condiciones de detectar y de identificar los rincones cerebrales donde se esconde nuestra agresividad, así como las reacciones neuroquímicas que se establecen en nuestro organismo ante situaciones de violencia, miedo, peligro, etc.
Métodos como la estimulación eléctrica del cerebro (EEC) han servido para localizar los diversos centros encargados de modular el placer, el dolor o la agresividad. Así, por ejemplo, se ha comprobado que una corriente aplicada en una zona del sistema límbico puede desencadenar una reacción de furia, de afecto o incluso de hambre. El desarrollo de las nuevas tecnologías ha tenido especial importancia para el despliegue de la exploración del cerebro humano, posibilitando un acercamiento de las distintas disciplinas implicadas en el objeto de estudio. En el campo clínico, los modernos procedimientos de análisis de imágenes (tomografía de emisión de positrones, resonancia nuclear magnética, resonancia magnético-nuclear funcional, magnetoencefalografía, etc.) permiten profundizar en la investigación visual de la relación entre la estructura y la función del cerebro.
También se utilizan drogas capaces de reducir la impulsividad y la agresividad, se investiga con la posibilidad de sustituciones hormonales e intervenciones quirúrgicas para controlar la violencia e incluso hay quien predice que está próximo el momento en el que un análisis de sangre o una exploración cerebral puedan servir para pronosticar el potencial violento de un individuo y establecer tratamientos preventivos.
De cabeza al hipotálamo: neurobiología de la violencia
La agresividad es un rasgo biológico del ser humano y constituye una herramienta al servicio de la supervivencia de la especie, que sin esta característica no hubiera podido evolucionar ni perpetuarse como tal. Pero, ¿cuáles son los resortes fisiológicos que condicionan nuestra conducta? ¿qué mecanismos neuronales determinan el grado de agresividad de un individuo o el paso a un comportamiento violento?
Como se ha señalado, las emociones que producen un comportamiento específico se originan en determinadas áreas del cerebro y son el resultado de reacciones electroquímicas dentro de su intrincada red neuronal. Las emociones están condicionadas por la actividad en el tálamo, en el mismo centro del cerebro; en el hipotálamo, justamente debajo de aquél; en el sistema límbico , y en el sistema reticular.
Los sistemas neuroendocrino, neuroinmune, neurovegetativo, los ritmos circadianos, todos ellos con sede en el sistema límbico, están directamente influenciados por las emociones, y buena prueba de ello es que actualmente la práctica totalidad de los psicofármacos se dirigen a actuar en el sistema límbico.
Pero concretamente, las bases neurobiológicas de la agresividad se hallan en la corteza prefrontal y en la amígdala del cerebro, considerada como la estructura dominante en la modulación de la violencia. La amígdala y el hipotálamo trabajan en estrecha armonía, y el comportamiento de ataque o agresión puede ser acelerado o retardado según sea la interacción entre estas dos estructuras. Del mismo modo, se ha comprobado en laboratorio que el estímulo eléctrico de la amígdala aumenta todos los tipos de comportamiento agresivo en los animales y hay signos que sugieren una reacción similar en seres humanos.
Por otra parte, estudios realizados en distintas regiones del córtex prefontal del cerebro, sobre áreas específicas de control de las emociones negativas, han puesto de manifiesto la interrelación entre el córtex frontal orbital, el córtex anterior cingular y la amígdala. Algunos científicos sostienen que la corteza prefrontal actúa como freno ante los impulsos agresivos y así parecen confirmarlo los experimentos realizados con gatos, que dejaron de atacar a los ratones al recibir un estímulo en ese área. Así queda establecido que, mientras el córtex frontal orbital desempeña una función decisiva en el freno de impulsividad, el córtex anterior cingular moviliza a otras regiones del cerebro en la respuesta frente al conflicto.
En este sentido, resultan también aclaratorias las investigaciones con humanos que relacionan la violencia con lesiones producidas en esa zona. Estas investigaciones concluyeron que personas violentas, psicópatas y gente condenada por asesinato tenían una reducida actividad en la corteza prefrontal. A pesar de estas confirmaciones no hay que olvidar que también existen muchas personas con daños en la corteza prefrontal que no cometen actos violentos...
Neuroquímica de la agresividad
Según se ha demostrado en investigaciones con monos, los niveles de serotonina en el organismo tienen una influencia directa sobre los estados de ánimo. Agotando sus niveles de este neurotransmisor aumentaba su comportamiento violento, mientras que al incrementar los niveles de serotonina se reducía la agresión favoreciendo las interacciones pacíficas con otros individuos. En humanos con conductas de agresión impulsiva se ha comprobado lo mismo e incluso se han detectado niveles bajos de serotonina en el líquido espinal cerebral de individuos que se suicidaron de una manera violenta. Aunque estos resultados presentan una correlación interesante, aún no se comprende bien la relación causa efecto, pues cabe también la posibilidad de que el propio comportamiento agresivo induzca niveles bajos de serotonina y no a la inversa.
Además de la serotonina, otros neurotransmisores implicados en el gobierno de las emociones son las endorfinas, la acetilcolina, la noradrenalina, la dopamina y el ácido gama-amino-butírico (GABA). En concreto, la impulsividad y el descontrol emocional se relacionan también con un déficit de endorfinas. Con el descubrimiento en 1975 de las endorfinas (morfinas endógenas) nacieron también las técnicas de estimulación química para experimentación. Estas técnicas consisten en la estimulación de determinados circuitos de las redes neurales del cerebro con la inyección de diversas sustancias químicas con el fin de producir diferentes respuestas emocionales. Se ha observado así que los animales muestran patrones de conducta muy similares a los del hombre y pueden, por ejemplo, aprender rápidamente a mover una palanca para recibir inyecciones de sustancias adictivas, como opiáceos, barbitúricos, alcohol, cocaína, etc.
Por su lado, las glándulas endocrinas de secreción interna también son capaces de liberar sustancias, hormonas, que influyen en la conducta emocional del individuo, como la hormona del crecimiento, la tirotropina, las gonadotropinas, los estrógenos, la progesterona y, en lo que atañe a la agresividad, especialmente la testosterona y la vasopresina.
Aunque es conocida la relación entre testosterona y agresión, y ello condiciona, en parte, que los individuos masculinos sean físicamente más agresivos que las mujeres, aún quedan puntos a aclarar de su funcionamiento. En animales, la reducción de la testosterona elimina su estatus social de dominio, que se recupera con el restablecimiento, por inyección, de la hormona. Sin embargo, esta reacción sólo se produce en individuos que ya tuvieran una posición previa dominante, es decir, la administración de testosterona a individuos con menos estatus no los coloca en una jerarquía superior. En cuanto a otra hormona implicada en la modulación de la agresividad, la vasopresina, experimentos recientes con ratones de monte parecen abrir un campo de esperanza para los tratamientos de conductas violentas, desviaciones sexuales y hasta autismos. El experimento consistió en realizar una modificación genética en los receptores de esta hormona con lo que se consiguió transformar la conducta de los ratones, considerados polígamos y solitarios, logrando que se convirtieran en monógamos y con un marcado instinto de protección de sus crías.
Otras sustancias, como el cortisol , están siendo investigadas por su relación con las conductas agresivas, y se ha comprobado que los niveles salivares bajos de cortisol pueden encontrarse inversamente relacionados con una conducta agresiva.
Así, en situaciones de miedo o de alto estrés aumentan las tasas de cortisol en el organismo y su bajo nivel indicaría ausencia de miedo, lo que incrementaría la posibilidad de una respuesta agresiva en una situación de castigo, por ejemplo.
Aún queda mucho por recorrer para entender la relación entre mente y cerebro y llegar a definir las consecuencias del funcionamiento cerebral en nuestra conducta. Ahora, las neurociencias, que cobrarán gran protagonismo en los años venideros, han tomado la antorcha en la carrera hacia la comprensión de los grandes misterios del "alma" humana.
Autor: Elvira Fernández | 2001
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